10 de abril de 2009

El derecho a salir a jugar (y transpirar la camiseta)


Felipa se anima y viene a jugar a la pelota. Tiene cuatro hijos y se acerca a la cancha. Allí juegan todos los martes y jueves un grupo de veinte chicas adolescentes que hace unos seis años que se juntan. Felipa se enteró porque se corrió la voz en el barrio Las Flores, de Villa Martelli. Decidió ir a pesar de que ya pasó los treinta y los pibes propios y la vida la fueron alejando del fútbol. De todas formas, cuenta con su hija mayor, Carolina, para cuidar a los otros tres más chiquitos y revoltosos mientras ella se permite volver a transpirar la camiseta.
Llegan al club, la sociedad de fomento del barrio. Una cancha de fútbol cinco con techo de chapa que funciona como estadio. Hasta hay una pequeña tribuna donde las chicas se sientan, se ponen los botines, conversan antes de empezar a jugar. Con la primera pelota que le llega a los pies, el primer pase que recibe, la sonrisa le invade la cara de oreja a oreja. Viene el grito de reconocimiento: “¡Buena Felipa!” Y ella ya se siente parte del grupo.
A todo esto, Carolina se quedó a un costado de la cancha cuidando que sus hermanos no invadan el terreno de juego. Pero se le salen del cuerpo las ganas. Ella también quiere jugar. Cecilia, la trabajadora social que concurre a este espacio desde hace mucho tiempo y entiende bien de esos silencios que dicen mil palabras, se acerca a Carolina y le ofrece un par de botines nuevos que el grupo entero acaba de estrenar. Entonces la cara de Carolina parece un arco iris.
–Tengo botines –dice.
Y ya no hay hermanito que la pare. Se mete en la cancha y se da el lujo de tirar paredes con su mamá. La alegría que produce pasarse la pelota, ese diálogo mezclado con gritos de aliento derriba un auténtico muro en el sentido literal de las palabras. Juegan. Y no entra tanta felicidad en esas caras.
Esta escena se repite una y otra vez, los martes y los jueves en Villa Martelli y en la Villa 31 de Retiro, en programas que toman a las jóvenes como protagonistas del juego, en este caso del fútbol.
Cada vez que una mujer decide invertir su tiempo en un rato de diversión, deja de lado todo aquello que le propone ser adulta antes de tiempo. Sí, se trata justamente del tiempo y de poder hacerse dueña de esas horas. Mirar la vida con otro cristal en esos instantes de fútbol, donde quizás puedan atreverse a soñar que ser mamás no es el único proyecto posible.
El deporte ha penetrado en lo cotidiano, ha visto multiplicar los tipos de actividad y se ha popularizado. Sin embargo, las mujeres pobres, las más vulnerables, no parecen formar parte de esta democratización deportiva. No acompañan este avance triunfal de un deporte que promete salud, ocio, identidad y diversión.
La persistencia de estructuras culturales que naturalizan la ausencia de las mujeres en los ámbitos deportivos, esa que obstaculiza el uso del tiempo, sigue constituyendo una barrera. Un auténtico desafío para las organizaciones que luchan por los derechos de las mujeres es incluir necesaria e imperiosamente el derecho de abrir la puerta y salir a jugar. Hacerse dueña de ese tiempo es justo e inalienable.

Mónica Santino es directora técnica nacional de fútbol y es integrante de La Nuestra Fútbol Femenino.

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